Trump, Guantánamo y cómo opera el miedo a la deportación
No conforme con su política agresiva hacia los migrantes, el republicano agita la posibilidad de confinamiento en donde aún permanece un puñado de yihadistas acusados de terrorismo.
Guantánamo, su sola mención, no solo expresa el espíritu colonialista de la política estadounidense. Donald Trump quiere darle un nuevo sesgo represivo a la base militar instalada en Cuba. Unos 117 kilómetros cuadrados arrebatados a la isla desde 1903. Acaba de cumplir el primer objetivo de su gobierno: poner en marcha el mayor operativo de deportación de inmigrantes de la historia. Sembró el miedo en todo el territorio de EE.UU. Pero no conforme con su política agresiva que discrimina por portación de cara, semblante o acento latino, agita la posibilidad concreta de confinamiento en donde aún permanece un puñado de yihadistas acusados de terrorismo.
Colocaría en semejantes condiciones a migrantes indocumentados con los militantes de Al Qaeda acusados de atentar contra las Torres Gemelas en 2001. Un reduccionismo fascista que definió con sutileza un expulsado mexicano en los últimos días. «Es imposible vivir en un país con un presidente que cometió 34 delitos graves», comentó Sergio Hernández en el diario El Universal. Después de residir 30 años en Estados Unidos emprendió la vuelta al Distrito Federal conduciendo su camión. Se había adelantado a la asunción del magnate en la Casa Blanca previendo lo que pudiera pasar y pasó.
Retorno a los tiempos de la esclavitud
Otros hispanos como él retornaron a sus países de origen en las mismas condiciones que los esclavos fueron llevados por la fuerza a Estados Unidos entre 1619 y 1865. Encadenados a la cintura, esposados y con grilletes en los pies. El paso de los siglos hizo que cambiara el tipo de transporte. Se pasó de los barcos negreros a los aviones. Brasileños, colombianos, mexicanos, hondureños y guatemaltecos terminaron deportados como si fueran una mercancía desechable.
La sola proyección de esas imágenes en los noticieros levantaron críticas de tres presidentes de importantes países de Latinoamérica: Claudia Sheinbaum de México, Lula de Brasil y Gustavo Petro de Colombia. «Humillados» fue el adjetivo que usaron varios de los expulsados al regresar a su tierra. En EE.UU. les retuvieron sus bienes, los vistieron con ropaje carcelario, les quitaron los cordones de su calzado y denunciaron que los trataron «como perros».
Trump avanza apalancado en el espíritu de una ley de 1798, denominada de «enemigos extranjeros» y votada por el Congreso de EE.UU durante el gobierno de John Quincy Adams. Los peligrosos forasteros de hace tres siglos provenían de Francia o Inglaterra, potencias colonialistas de la época, y ponían en riesgo la seguridad nacional. Hoy cruzan las fronteras desde el sur. Escapan de la pobreza extrema con el sueño americano (american dream) en la cabeza y una vida sin horizonte hacia el norte. No les importan los muros que levantaron por etapas Obama, Biden o el actual presidente, ni la posibilidad –ahora real– de terminar abandonados en Guantánamo.
La escenificación de una caza de brujas
La base podría recibir a 30 mil inmigrantes que la administración republicana considera criminales. El trato degradante a los deportados hasta ahora confirma esa construcción de sentido que instaló la Casa Blanca para satisfacción de su electorado más reaccionario. No es que Trump haya sido original con su propuesta. Ya hubo balseros que no pudieron llegar a las costas de EE.UU. o expulsados por gobiernos anteriores que pasaron por Guantánamo.
Para Bill Frelick, director de la División de Derechos de los Refugiados y Migrantes de Human Rights Watch, las autoridades estadounidenses han utilizado a lo largo de la historia esas instalaciones «para eludir las protecciones legales y el escrutinio público». Queda claro que el propósito de Trump es hacer correr el miedo. Hoy Estados Unidos es la escenificación de una caza de brujas, de persecución cuasi calvinista contra el enemigo revelado por la retórica antiinmigrante.
El presidente republicano está haciendo lo mismo que en su primer mandato, aunque recargado. En 2020, durante la pandemia que él minimizó en sus causas y consecuencias, su cadena hotelera dejó a centenares de trabajadores en la calle en Washington, Nueva York, Chicago y Las Vegas, pero además a unos 200 empleados adicionales en Vancouver, Canadá. Gobernaba y se aprovechaba al mismo tiempo de una política de contratación de migrantes con papeles o sin ellos, mano de obra barata que ahora expulsa sin miramientos.
Antonio García, otro trabajador mexicano deportado en 2017 durante el primer mandato de Trump, ya había sido enviado de vuelta a su país esposado. Hoy es mecánico en el estado de Guerrero. «En California quedó todo. Mi casa, mi familia», recordó en una entrevista reciente de Noticias Milenio de México.
El efecto deseado
La política de deportaciones actual según analistas del mercado laboral en EE.UU. está dejando sin trabajadores a ciertas actividades. Inmigrantes indocumentados no regresan a sus labores en el campo o en el área de servicios por temor a ser detenidos y expulsados. Lo que configura una certeza: el régimen de explotación ilegal al que son sometidos. Ya ni siquiera están seguros en ciertas iglesias que los protegían, porque las redadas se intensificaron. Los han ido a buscar hasta templos que parecían un refugio seguro.
Si Trump se sale con la suya de enviar inmigrantes a Guantánamo, producirá el efecto que desea. Se corre el riesgo de terminar donde fueron a parar acusados de haber participado en organizaciones terroristas. Aunque los deportados y los pocos yihadistas que quedan ocuparán zonas distintas del centro de detención.
Según la cadena alemana Deutsche Welle, algunas organizaciones de DD.HH. denuncian el trato que reciben los expulsados de EE.UU., «basándose en testimonios que aseguran que se vigila a los migrantes cuando llaman a un abogado, les obligan a ponerse gafas de sol durante el transporte y las instalaciones están llenas de ratas debido a las deplorables condiciones de higiene».
Un inframundo al que la ultraderecha global, con Trump a la cabeza, pretende usar como escarmiento contra sus víctimas predilectas. Los condenados de la tierra en palabras de Frantz Fanon, mártires del colonialismo primero y material de descarte en la coyuntura actual.
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